Estaba
yo meditando sobre la muerte del Hijo de Dios encarnado. Todo mi afán
y deseo era cómo poder vaciar mejor la mente de cuanto la ocupase,
para tener más viva memoria de la pasión y muerte del Hijo de Dios.
Estando
ocupada con este afán, de repente oí una voz que me dijo: "Yo
no te amé fingidamente". Aquella palabra me hirió con dolor de
muerte, pues se me abrieron al punto los ojos del alma, viendo cuan
verdadero era lo que me decía. Veía los efectos de aquel amor y lo
que movido por él hizo el Hijo de Dios. Veía en mí todo lo
contrario, porque yo le amaba sólo fingidamente, no de verdad. Ver
esto era para mí un dolor de muerte tan insufrible que me creía
morir. De pronto me fueron dichas otras palabras que aumentaron mi
dolor [...].
Mientras
daba vueltas a aquellas palabras, él añadió: "Soy yo más
íntimo a tu alma que lo es tu alma a sí misma". Esto aumentaba
mi dolor, porque cuanto más íntimo le veía a mí misma, tanto más
reconocía la hipocresía de mi parte. Estas palabras suscitaron en
mi alma deseos de no querer sentir, ni ver ni decir nada que pudiese
ofender a Dios. Y es que eso es lo que Dios requiere a sus hijos, a
los que ha llamado y escogido para sentirle, verle y hablar con él
(Ángela de Foligno (franciscana seglar), Libro de Vida, Salamanca 1991, 169-170, passim).